
«Las estatuas de Miguel Ángel poseen una inquietante carga erótica. En su obra más conocida, el David, la figura es independiente y el mármol posee un tacto suave con un lustre verosímil, sin embargo, en esta escultura la forma emerge desde la piedra en bruto.
Representa la furia que corroe el alma del cautivo, cuya expresión trasluce cierta satisfacción erótica con la situación en la que se encuentra. Las formas de los músculos y los tendones en tensión parecen infundir vida al mármol».
Apenas había concluido Miguel Ángel su gran obra de la Capilla Sixtina, en 1512, cuando afanosamente se volvió a sus bloques de mármol para proseguir con el mausoleo que en 1505 el Papa Julio II le encargó crear para la decoración de su tumba.
Se propuso adornarlo con estatuas de cautivos, tal como había observado en los monumentos funerarios romanos, aunque es posible que pensara dar a estas figuras un sentido simbólico. Una de ellas es El Esclavo Moribundo.

Si alguien pudo llegar a creer que, tras el tremendo esfuerzo realizado en la Capilla Sixtina, la imaginación de Miguel Ángel se habría secado, pronto advertiría su error. Cuando volvió a enfrentarse con sus preciadas materias, su poderío pareció agigantarse aún más.

Mientras que en Adán Miguel Ángel representó el momento en el que la vida entra en el hermoso cuerpo de un hombre lleno de vigor, ahora, en El Esclavo Moribundo eligió el instante en que la vida huye y el cuerpo es entregado a las leyes de la materia inerte.

Hay una indecible belleza en este último momento de distensión total y de descanso de la lucha por la vida, en esta actitud de laxitud y resignación.

Es difícil darse cuenta que esta obra es una estatua de piedra fría y sin vida cuando nos hallamos frente a ella en el Louvre de París. Parece moverse ante nuestros ojos, y, sin embargo, está quieta. Tal efecto es, sin duda, el que Miguel Ángel se propuso conseguir.

Uno de los secretos de su arte que más han maravillado siempre es que cuanto más agita y contorsiona a sus figuras en violentos movimientos, más firme, sólido y sencillo resulta su contorno. La razón de ello estriba en que, desde un principio, Miguel Ángel trató siempre de concebir figuras como si se hallaran contenidas ya en el bloque de mármol en el que trabajaba; su tarea en cuanto que escultor, como él mismo dijo, no era sino la de quitarle al bloque lo que le sobraba, es decir, suprimir de él lo necesario hasta que aparecieran esas figuras contenidas en sus entrañas. De este modo, la simple forma de un bloque quedaba reflejada en el contorno de las esculturas, y éstas, encajadas dentro de un lúcido esquema por mucho movimiento que el cuerpo pudiera tener.





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