
DIEGO VELÁZQUEZ, nace en 1599, en Sevilla, en el seno de una familia de clase media de origen portugués (da Silva). Desde muy temprana edad lo encontramos en talleres de maestros famosos, como Herrera el Viejo y, sobre todo, Francisco Pacheco, a quien podemos considerar como su verdadero maestro. Elogiado por sus maestros, con sólo 18 años adquiere el titulo de “maestro”.

Velázquez en Sevilla (Hasta 1622 inclusive), Velázquez se hace maestro.
Francisco Pacheco, además de destacado pintor activo en Sevilla (1564-1644) es un notable intelectual que deja escrito un influyente tratado de pintura y se encarga de la edición de las obras del poeta Fernando de Herrera. Es una de las figuras más influyentes en la formación de Velázquez, a quien acoge en su taller de pintura y transmite sus inquietudes artísticas e intelectuales. En 1618 la hija del maestro, Juana, casa con el joven pintor.

En sus primeras obras Velázquez prefirió, al igual que Caravaggio (aunque es casi seguro que no lo conociese) un claroscuro oponiéndose a la tonalidad ideal y al culto de la belleza de épocas anteriores. Aunque Velázquez atemperó el casi agresivo realismo del pintor italiano con colores extraños y nuevos, tomados siempre de la escala de colores terrosos. De este modo sugería una equiparación de los objetos y las personas. Buen ejemplo de ello es la primera obra realmente maestra de Velázquez, El aguador de Sevilla, realizada hacia 1620.

Un hombre de edad avanzada –cuya pobre ropa, al igual que su perfil anguloso, parecen quedar ennoblecidos por la luz incidente- está dando a un chiquillo un vaso de agua, que adquirirá más frescura al añadirle un higo (ver detalle). El énfasis con el que las dos jarras acaparan el primer plano, brillando a la luz; el resplandor de las gotas de agua sobre la pared de la vasija de mayor tamaño y la preciosa transparencia de la copa, todo esto se corresponde con la cualidad corporal e intelectual de los tres personajes. Pero, por muy digna que resulte la composición, el observador coetáneo no podría pasar por alto un momento burlesco: el cuadro de Velázquez recuerda una escena de novela picaresca, un género literario muy popular en el siglo XVII, que –como las novelas ejemplares de Cervantes- era un fiel reflejo de la sociedad española de la época.



En este cuadro se muestra a una cocinera de edad avanzada sentada delante de una cazuela, donde está friendo un par de huevos, sobre un fogón de carbón. Bajo el velo pintado con soltura, su rostro –es la expresión de una vida plena. Esta mujer se caracteriza por una grandeza solemne y meditabunda; también el muchacho, que sostiene el melón bajo el brazo y la jarra de vino en la mano izquierda, nos mira con análoga seriedad. La representación de las diferentes edades de la vida produce una cierta impresión de lo efímero de la existencia.
Técnicamente, muy bien dibujado, es una composición de gran equilibrio, empleando una gama de tonos cálidos: los marrones de la sombra, el amarillo del melón, el rojo anaranjado de la cazuela, el ocre de la mesa, todos en una armonía graduada por la luz.


Con Cristo en casa de Marta, Velázquez hace por primera vez, en 1618, una síntesis de diferentes géneros. En el primer plano pueden verse, en un estrecho interior, dos figuras de medio cuerpo: una mujer joven y otra anciana, la primera con un mortero en la mano; ajos, pescados, huevos, hierbas y una jarra componen una naturaleza muerta iluminada, del mismo modo que la luz esclarece los rostros de las mujeres.

La escena que aparece en la esquina superior derecha queda extrañamente sin definir: ¿es un cuadro, el reflejo de un espejo o una escena que se desarrolla en otra habitación, que se puede ver a través de una abertura en la pared del fondo? Sea como fuere, en esta obra se revela ya un juego con diversos planos de la realidad, con c<<cuadros dentro de un cuadro>>, que se <<reflejan>> el uno en el otro, comentándose, y que se interrogan mutuamente sobre su mensaje. Se trata de un artificio que Velázquez retomará en Las Meninas (1656/57), su principal obra de madurez y en la cual se eleva al grado más alto de maestría.
El motivo sublime, el religioso, Cristo con las dos hermanas en Betania, ha quedado relegado al fondo, con un tamaño pequeño, mientras que el motivo secundario y trivial –la escena de la cocina- ocupa todo el primer plano. Velázquez no se propone narrar una historia bíblica, sino establecer una relación entre el evangelio y el aquí y ahora de la vida cotidiana de su época.


En La adoración de los Magos, pintado en 1619, Velázquez abandona completamente el modo de representación propia del bodegón. Ciertamente, aún dominan los fuertes claroscuros, también aquí hay elementos terrenos junto al aura sacra, pero en el centro se encuentra la aparición idealizada de la Virgen y del Niño Jesús. La composición se adapta más a la tradición, aunque Velázquez se deshace de toda la afectada artificialidad que había caracterizado a la pintura española anterior, cuando se representaba una escena. Su obra se caracteriza por la quietud plena de dignidad y por una grandeza interior de la composición del cuadro. No obstante, el arte sacro, no se convertirá nunca en el centro o eje de su obra. Uno de los ejes centrales de su obra lo será el retrato.
En 1620 abre taller propio en Sevilla, y en esos años comienza a recorrer un camino que le llevará a ser uno de los retratistas más importantes de la historia. De la época de Sevilla se han conservado media docena de retratos de las más diferentes personas. De esta serie de retratos de gran agudeza psicológica, y de las pocas obras fechadas y firmadas por el artista, forma parte La venerable madre Jerónima de la Fuente, de 1620. El cuadro debió realizarse antes del 1 de Junio, cuando esa franciscana se embarcó rumbo a Filipinas para fundar el monasterio de Santa Clara en Manila. Con una mirada escrutadora y un poco melancólica, decidida a cualquier sacrificio, aparece esta monja entrada en años, que sostiene un gran crucifijo en su mano derecha y un libro en su izquierda.

De carácter resuelto y enérgico, la madre Jerónima nace en Toledo en un medio familiar acomodado e ingresa a los quince años en las Clarisas locales. Su fama acaba llegando a la corte, donde es consultada por la reina Margarita de Austria. Tras este retrato, realizado cuando tenía 65 años para el Convento de Santa Isabel de los Reyes en Toledo, se embarca en Sevilla hacia Manila. En dicha ciudad funda el primer convento de religiosas y muere en 1630.
Dentro de los cánones del naturalismo de Caravaggio, el retrato impresiona por la presencia física y espiritual del personaje que tenía especial devoción por la Crucifixión. La inscripción inferior se realiza con posterioridad y la filacteria fue velada al considerarse apócrifa.
Velázquez empleo como modelo todo lo que le pareció importante y digno de estudiarse. Para composiciones religiosas como Imposición de la casulla a San Ildefonso, lienzo realizado hacia 1620, bien pudieron servirle de inspiración los ascetas espiritualizados del Greco. Sin embargo, con una seguridad abrumadora, Velázquez transforma siempre estas influencias en un estilo personal incomparable, cuya creciente delicadeza pictórica y maestría sondean las profundidades de la materia, y cuyo superior arte compositivo permite reconocer al genio bajo la superficie del que todavía está aprendiendo.
Otras obras de su primera etapa como pintor en Sevilla.


El argumento más importante que apoya la atribución a Velázquez de la Cabeza de Apóstol es su notable calidad y las relaciones estilísticas con otras obras del pintor. Es una obra de ejecución muy segura, sin titubeos, en la que, con una gran economía de tonos cromáticos, su autor ha conseguido transmitir muy eficazmente una sensación de vida y energía; tanta que a pesar de que está basada en una estampa, da la impresión de reflejar un modelo vivo. El modelado del cabello y las barbas es similar a otras obras tempranas de Velázquez; y así, la manera como entremezcla cabellos canosos recuerda no sólo al San Pablo, sino también al anciano del Aguador o al retrato de Francisco Pacheco del Museo del Prado. Con este último comparte también la posición de la cabeza, ligeramente girada, y el modelado del rostro a través de la creación de una zona de sombra y otra de luz, separadas por la nariz. En la zona iluminada, hay un juego muy preciso de claros y oscuros que va definiendo la topografía de la piel. En la construcción del volumen de la figura colabora también la sutil variación luminosa que se aprecia en el fondo, y que sirve para situar la cabeza en el espacio.









Sigue la segunda parte de esta serie:
Un comentario en “-Velázquez Esencial- (1599-1660) [Sevilla, Parte I]”